María Colodrón Sánchez. La Adolescencia o el Tránsito a la Identidad.

Sistema familiar, ciclo evolutivo y proyecto de vida (2ª parte): La adolescencia o el tránsito a la identidad.

(Texto revisado y ampliado; original publicado en ECOS-Boletín nº 36).

Para Pepe, por su interés y su confianza.

Introducción

Como se planteaba en el primero de esta serie de artículos, podemos entender el desarrollo evolutivo como una sucesión de cuatro etapas y sus respectivas transiciones al emplear una metáfora de los ciclos de la Naturaleza. Si la infancia se podía comparar con la mañana o la primavera de la vida, habría también una correspondencia de la juventud con el mediodía y la energía del verano. Así mismo, la adolescencia puede verse como el tránsito entre ambas fases. Este tránsito, etimológicamente “cambio (trans-) de lugar (-situs)”, es el segundo que se produce en el ciclo vital, pues el primero que es el nacimiento, traslada al individuo desde el “no-ser” hasta el mundo del ser. La adolescencia conlleva un periodo de cambios del propio individuo y también del sistema al que pertenece pues el principal reto de este tránsito es “trasladarse” desde el sistema familiar de origen hasta un sistema actual propio que el adolescente debe comenzar a construir y cuya consolidación y crecimiento será la tarea que caracterice el periodo de la juventud o segunda etapa vital.

A este respecto también comentábamos, en ese primer artículo, que durante la niñez el sistema de origen y el sistema actual suelen coincidir, salvo excepciones como es el caso de la adopción. Por ello, en la adolescencia se produce una escisión tan dolorosa como necesaria para que finalmente el joven pueda identificarse con dos sistemas diferenciados, el de origen y el actual. Este fenómeno de separación y construcción constituye la esencia del periodo adolescente y explica los principales rasgos que lo caracterizan: la culpa de crecer, el descubrimiento de la espiritualidad y el desarrollo de lealtades más allá del sistema familiar de origen como son las generacionales y las relacionadas con colectivos. Además de las dificultades intrínsecas a un periodo de transformación, podemos encontrarnos con una serie de desórdenes que pueden dificultar enormemente el desarrollo de este tránsito y por tanto de las etapas siguientes, pues si durante la adolescencia no se realiza este proceso de diferenciación, o se hace de manera incompleta, afectará inevitablemente en las siguientes etapas vitales. Así, al igual que nos alumbran en el momento de nuestro nacimiento, durante la adolescencia el individuo necesita alumbrarse a sí mismo.

Una metáfora que podría representar este proceso de transformación sería la conversión de la oruga a mariposa. No importa que la oruga no quiera transformarse porque es feliz mascando hojitas verdes en el árbol que conoce. Tampoco importa que le dé pereza comenzar a construir su capullo y dar vueltas y más vueltas sobre sí misma para crear un refugio seguro donde vivir su metamorfosis. Ni siquiera el recelo por lo que tiene que llegar o el miedo al propio dolor de la transformación podrán impedir que ésta se produzca. Quiera o no el preadolescente, quieran o no sus padres, todos tendrán que despedirse del niño que conocieron y dar la bienvenida a alguien que es él mismo y distinto simultáneamente. Los padres pueden poner el peso en el duelo y en la pérdida o en la ilusión y la confianza, pero ambas emociones necesitan tener su espacio para que no recaiga la contradicción únicamente sobre el adolescente. Puede que gane la nostalgia y nuestra mirada recaiga sobre todo en lo precioso y tierno que era nuestro niño, o lo dulce y simpática que era nuestra niña, y que qué lástima que ahora no sean como eran sino que son patosos y desobedientes y llenos de pelos y espinillas y ya no tienen esa gracia que les caracterizaba, ni nos es fácil el contacto físico pues ya no podemos acunarles y nos sentimos incómodos haciéndoles arrumacos. Entonces ese adolescente se sentirá cuestionado por algo que ni siquiera está en sus manos o es su responsabilidad y posiblemente reaccionen enfadándose con ese proceso inevitable, reaccionando de manera exagerada a nuestros comentarios al percibirlos como ataques personales, sintiendo culpa e impulsos autodestructivos, intentando infantilizarse o no crecer, viviendo rechazo hacia sí mismos, etc. Por el contrario puede que nos sintamos especialmente satisfechos por el logro de haber criado al niño, de haberlo sacado adelante, puede que pongamos nuestro énfasis en la alegría y la ilusión por las nuevas posibilidades que aparecen en la vida de nuestro hijo, en todas las grandes cosas que le depara su futuro. Pero aunque aparentemente esta actitud positiva podría parecernos mucho más adecuada, es posible que nuestro hijo se sienta solo e incomprendido. Cómo podrá compartir sus temores y dudas si sus padres parecen encantados, se planteará si lo que le pasa no es normal, creerá entonces que sus padres no lo vivieron igual, que para ellos fue más fácil, se preguntará si es cobarde o débil o incapaz porque él este asunto de crecer no lo ve en absoluto con ilusión sino más bien amenazador y angustioso. Es decir, si queremos acompañar al adolescente en este tránsito lleno de contradicciones y ambivalencias conviene que reconozcamos ambos impulsos en nosotros, las respetemos por igual y busquemos pactos constructivos las necesidades que nos plantean.

La mayoría de las personas tenemos un estupendo mecanismo para olvidar o minimizar el dolor al que ya hemos sobrevivido. De hecho en muchas ocasiones no es tanto que olvidamos como que no estamos dispuestos a recordar aquello que nos provocó sensación de vulnerabilidad, vergüenza o dolor. Por eso, aunque por suerte todos los adultos hemos sido adolescentes y podríamos apoyarnos en nuestra experiencia para relativizar emociones y comprender mejor algunas situaciones, generalmente no nos apoyamos en nuestra propia vivencia para acompañarlos. Muchos de los padres que acuden a mi consulta, preocupados por sus hijos que entran en la adolescencia o transitan por ella, suelen plantear como demanda “que mi hijo no sufra lo que yo sufrí”, “que a mi hijo no le pase lo que me paso”, “que mi hijo no

cometa los mismos errores que yo cometí”. Hace poco una mujer me comentaba su preocupación acerca de su hija. Había pedido la emancipación y a veces dormía en la calle, flirteaba con distintas sustancias psicoactivas y llevaba a cabo frecuentemente distintas conductas de riesgo. Cuando le pregunté por su propia adolescencia, me miró con esos ojos que dicen “pídeme cualquier cosa excepto esa”. Cuando pudo comenzar a narrarme sobre esa época de su vida me contó que había sido terrible, su madre la había echado de casa, había consumido drogas, se había intentado suicidar dos veces y la ingresaron en distintos centros psiquiátricos y estuvo participando en varios programas de rehabilitación. Lo llamativo es que actualmente era una profesional de éxito, vivía felizmente en pareja y además de su hija adolescente tenía unos gemelos de siete años con los que disfrutaba enormemente. Le comenté que si ella había conseguido construir una vida actual satisfactoria después de haber superado ese periodo tan difícil y autodestructivo, podría confiar en que su hija también fuera capaz de hacerlo. Le sugerí que a lo mejor podía ayudar a ambas si ella compartía con su hija su propia experiencia. Me respondió que eso era imposible, que le había costado mucho “olvidar todo aquello” y que no quería que su hija descubriera que su madre no era la mujer madura y responsable que ella conocía. Le contesté que el haber vivido esas experiencias no le hacía ser menos madura y responsable, sino más bien lo contrario: conociendo distintas formas de vivir, ella había elegido una que ahora le hacía feliz y que ese era un buen modelo para cualquier hijo. Ver que sus padres se han dado la oportunidad de cambiar, de aprender de las experiencias, de buscar pactos alternativos con la realidad permiten que el adolescente no sienta que lo suyo es “un caso imposible” tan sólo que está pasando por un tránsito que todos hemos sufrido y disfrutado, a veces más uno que lo otro, y al cual no sólo se sobrevive, en la mayoría de los casos, sino que permite adquirir una fuerza a la que no deberíamos renunciar, ni siquiera por intentar olvidar el dolor vivido .

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